Historias de la corte sana
Una prostituta aprovecha la buena fortuna de una excolega de profesión, ahora casada con un importante noble, para urdir un chantaje y, de camino, exponer la podredumbre de una corte que tiene de todo menos buena salud. Infidelidades, traiciones políticas, monstruos legendarios, héroes embusteros, amores difíciles y muchas cabezas cortadas pululan por este puñado de cuentos que se entretejen para adentrarnos en un mundo que, no por lejano en época y geografía, deja de ser sospechosamente parecido al nuestro.
Los lectores de Historias de la corte sana concuerdan en que sus historias son una denuncia, entre líneas, de los males que aquejan a la sociedad moderna. Los reyes simbolizan dictadores políticos; los aldeanos, personas humildes; las cortesanas, mujeres que sobreviven a como dé lugar; el escriba, un periodista echado a menos; y las disposiciones reales más absurdas, las leyes no menos absurdas que rigen el mundo actual.
Pero cuidado, en la corte nada es lo que aparenta. Cada movimiento debe ser calculado con astucia porque el más mínimo error se paga con la muerte. Y lo peor es que nunca se sabe cómo llegará la estocada mortal. Puede ser el hacha del verdugo o el puñal que esconde la persona con quien duermes.
Libro de cuentos
Año de publicación: 2014
Editorial: Secretaría de Cultura
ISBN: 978-607-9376-00-0
Páginas: 177
País: México
Reconocimientos de la obra:
- El cuento «Ese hondo suspiro de las sombras» —incluido en la obra— obtuvo Premio en el Concurso Nacional de Cuento Criaturas de la Noche, 2007, México
Ese hondo suspiro de las sombras
¡Oíd! Yo conozco la fama gloriosa
que antaño lograron los reyes daneses,
los hechos heroicos de nobles señores.
Beowulf
(Poema épico anglosajón)
—Entonces, tú también has venido a matarme.
El hombre retrocedió, sorprendido sino espantado, al escuchar el susurro de la criatura. No imaginó que fuera capaz de hablar. Su historia de pánicos miles abundaba en sangre, desgarrones y hasta rugidos, mas no en palabras. Por simple instinto de conservación, que no por valentía, aferró con mayor ahínco la espada, «rayo en la lucha» cantaría su bardo, dirigiendo constantemente la punta aguda en dirección a la oscuridad donde adivinara los movimientos de la bestia. Notó que sus botas se habían hundido demasiado en la fetidez del pantano y eso no le permitiría obrar con rapidez si acaso el encuentro lo demandara. Tomó aire. El ambiente, cargado de pesados olores, dificultaba la respiración y la penumbra hacía otro tanto con el mero intento de observar hacia adelante. Solo el oído resguardaba sus dones. Estaba convencido de que el aviso de la embestida le llegaría por los tímpanos y no por las pupilas. Esa única razón bastó para no dar réplica al comentario. Oradora o muda aquella alimaña iba a morir. No se dejaría embaucar tan fácilmente. Se concentró en cada sonido. Pronto llegaría el asalto.
Sin embargo, fue unos versos, y no un bramido, lo que escuchó.
A veces un hombre,
un vasallo elocuente y de rica memoria,
que sabía muy bien incontables leyendas
de tiempos antiguos, componía un cantar
con su justo trabado.
No supo cómo reaccionar. ¿De qué artes se apoyaría el maligno para vencerle? Por el momento sus tretas mucho le debían a la hechicería y los encantos en lugar de la fuerza devastadora que antaño, a la luz de una hoguera, los viejos soldados del ejército alabaran sin cesar. Un guerrero estaba entrenado para soportar duros embates, esquivar, lo mismo, una hoja filosa que una garra en súbita acometida. Había sido adiestrado en el arte de la lucha, no de las rimas. ¿Qué hacer cuando tu enemigo hace las veces de poeta y no de agresor? Nadie lo había preparado para eso. Un disgusto muy leve empezó a diluirse en la esencia de sus nervios. Juzgó que cualquier espanto debía ser preferible a esa voz escapada de las sombras, donde apenas podía intuirse el zigzagueo vacilante de su enemigo y los músculos dolían por la tensión, por la dilatada espera.
Era el tiempo, sin lugar a dudas, su peor adversario. Había soportado con esmerada resignación las extensas caminatas por parajes inhóspitos, el hambre inevitable que asolaba la región, desierta de animales sanos o plantas benéficas para su estómago. En los últimos tres días, con sus noches, nada que no fuese considerado amenazante había cruzado su camino. Fieras a las que hubo de dar muerte o esa extraña vegetación, pletórica de enredaderas, espinas y jugos venenosos, que bien podía juzgarse más agresiva que la propia fauna. Extensas pudriciones habían lacerado con llagas su piel y el exceso de humedad no lo dejaba transpirar bajo su cota de malla o los cueros del traje. Y ahora, cuando creía haber topado con el final de su viaje, propósito por concluir, cada segundo recrudecía las sensaciones acumuladas. En la letanía del suspenso se multiplicaba el agotamiento, la asfixia, y sus tripas, famélicas, se agitaban cual monstruo verdadero. Un segundo o una hora, en ese instante, podían tomarse por el reflejo exacto de la eternidad.
—¡Muestra tu faz, Grendel!
Se asombró al escucharse hablar con tamaña osadía. Las palabras habían escapado inconscientemente de su boca, en un intento desesperado por quebrar la rigidez de la escena. Su efectividad apenas duró lo que un eco en la lejanía. Inmediatamente acaeció una pesadez superior al silencio. Vacío absoluto. Ni los insectos arriesgaron una nota. Las gotas de agua, suspendidas en ramas y piedras se negaron a caer sobre las charcas. El hombre temió haber sido víctima de algún encantamiento. Que lo hubiesen transportado, sin carruajes ni corceles, de aquel pantano inmundo a las puertas del infierno, donde, según afirmaban los sabios, el mutismo era tal que muchas almas enloquecían antes de cruzar siquiera el umbral.
Despacio, la oscuridad extendida frente a sus ojos dio paso, en uniforme progresión, a unas uñas, una garra, un brazo largo y sucio, el hombro musculoso, cierto torso humanoide, los pectorales anchos, abiertos y profundos dibujaban su silueta tras unos pellejos surcados por constelaciones de arrugas, dos piernas fuertes surgían, arqueadas en cóncavo casi perfecto, y el rostro, huraño, deforme, con protuberancias en la frente, como si nacieran un par de cuernos bajo la espesa mata de pelos hirsutos. Ante la figura enorme que rasgaba con su apariencia la oscuridad, el guerrero sintió la pérdida de consistencia en sus rodillas. Es sabido que el miedo duplica las tallas, pero a primera vista podría calcularse, sin temor a equivocaciones, que la criatura sacaba ventaja de medio cuerpo a un varón común. Abrió la boca y surgieron dos filas de dientes, amarillos, podridos, sin armonía posible en cuanto a tamaño o ubicación.
—Es agradable disfrutar en voz de otros mi propio nombre. —Al hablar, el tufo de su aliento se desperdigaba por doquier—. Ya me había acostumbrado a que las canciones me nombraran de manera muy distinta.
El hombre no prestaba atención a la charla. Seguía ensimismado en el volumen corporal de su contrincante, previendo la mejor manera de abatirlo. Estudiaba sus gestos y anatomía. Era bastante flaco, pero con la altura que gozaba, posiblemente la naturaleza debía haberlo provisto de huesos fuertes y pesados. Afortunadamente era verdad lo que contaban. Le faltaba un brazo por completo a causa de su pelea con Beowulf, héroe de héroes. Lo cual era una ventaja innegable. Se preguntaba si sus mañas se basarían en la destreza de sus movimientos o en el poderío de sus golpes, porque los dientes no mostraban gran cosa y de las garras milenarias descritas, la única que le dejaron, detallada en la cercanía, bien podría pasar por una mano humana, descuidada y poderosa quizás.
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