Las lluvias de Estocolmo

Las lluvias de Estocolmo

Cerrar las puertas de nuestra casa no siempre nos pone a salvo del peligro. A veces nos deja a solas con él. La indefensión se exacerba cuando la amenaza proviene de quien menos lo esperamos. Las interrogantes de siempre —¿qué hacer?, ¿dónde encontrar ayuda?— ya no tienen cabida.

Las víctimas de Las lluvias de Estocolmo aprenderán, de la peor manera, que hay preguntas que tienen una sola respuesta y no valen la pena ser formuladas. Ni la familia, ni Dios habrán de ayudarles. Tendrán que enfrentar, a su modo, la violencia física, sexual y psicológica que emana a diario desde cada rincón de su hogar para hallar la manera de sobrevivir a una existencia que dista mucho de llamarse vida.

En situaciones extremas, la amistad y el amor trascienden su valor sentimental y se convierten en válvula de escape. Cuando no hay de donde asirse, una rata o una historia lejana pueden ser las mejores opciones. Eso, si antes el cielo no se rompe y la lluvia arrastra sangres y traumas.

Portada original
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Novela

Año de publicación: 2023

Editorial: Universidad Veracruzana

ISBN: 978-607-8858-92-7

Páginas: 349

País: México

Reconocimientos de la obra:

  • Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo, 2022, México

I

 

Dice mamá que algunas historias no deben ser contadas. Especialmente, aquellas que no legan, al final, un mensaje positivo. Así dice, literalmente, un mensaje positivo. Con ese ensayado deje de distancia. No un final feliz. No una enseñanza o moraleja. Sino algo que salve al sujeto de cualquier asomo de maldad. Deben ser reminiscencias de sus visitas a la iglesia. Esos pedazos de vida que nos acompañan incluso después de la muerte. En recuerdos. En herencias. En nuestros peores espantos. Para mamá, todos, fuera de la familia, son sujetos. Y familia, para mamá, somos únicamente mi hermano —de los tres, el más chico, quizás también el más consentido—, mi hermana mayor y yo. Claro que está ella misma. Claro que está él. Quiero decir, padre. Pero de él no voy a hablar ahora. Si hay algo peor que hablar mal de los muertos es hablar mal de quienes están a punto de morir. Por eso guardo silencio mientras acomodo la almohada bajo su cabeza y sigo, con el rabillo del ojo, la línea discontinua que describe el trabajo de su corazón desde un equipo médico. A todas luces, una descripción simplificada, simplona, aberrante casi. Sin embargo, a estas cosas una se acostumbra. Bien visto, sería el menor de sus engaños. Su corazón tiene que ser mucho más grande que un haz de luz parpadeando en un monitor. Siempre se asocia a los hombres de corazones grandes con los hombres buenos. Nunca he comprendido bien por qué. A Cristo lo dibujan muchas veces con un corazón que sangra. Es un corazón grande. Tiene espinas alrededor y, en ocasiones, fuego encima. Dice mamá que Cristo fue un hombre muy bueno, el mejor de todos. De padre no dice nada. Tampoco mi hermana. Pero yo sé bien que él tiene un corazón enorme. Lo sé porque, en las noches, cuando mi hermana deja de llorar y él abandona nuestro cuarto, escucho su latir. Tum, tum. Tum, tum. Solo un corazón gigantesco puede sonar así desde la distancia. Es más, todavía cierra la puerta y lo sigo escuchando. El tum, tum apenas es interrumpido, esporádicamente, por el ruido que hace mi hermana al tragarse sus mocos. A esas otras cosas, en cambio, una nunca se acostumbra. Creo que mi hermana un poco. Yo no. Porque yo sé, yo siempre he sabido. Del aroma insoportable de las flores, de las lluvias cómplices que arrastran por las calles la suciedad que se acumula en las casas, de los corazones henchidos de maldad, de la maldad de las historias que no deben contarse y, por supuesto, de Estocolmo. Mamá también sabe. Pero mamá está muerta. Y su voz, sin su presencia, ya no suena tan convincente como antes. Sospecho que su interés por mantener el secreto es porque está consciente de que él, padre, está a punto de morir y no quiere que se lleve al mundo de los muertos el desasosiego que causó entre los vivos. Mamá quiere continuar en paz. Allá, donde habitan cadáveres desconocidos y bonachones. Por eso, cada noche, en sueños que más de una vez terminan en pesadillas, me pide que guarde silencio. Que hay historias inapropiadas. Un eufemismo, diría mi hermano menor. Un modo de decir. O de no decir, por ejemplo, que el precio de su paz, en el mundo de los muertos, es la constancia de mi silencio aquí, al lado de la cama de padre, en el mundo de los vivos y los no tan vivos.