A escondidas de la memoria

A escondidas de la memoria

Son nuestros peores actos. Asesinato. Traición. Envidia. Perversidad. Fracaso. Y todos ellos se dan cita en las entrañas de este puñado de cuentos con la terrible intención de recordarnos que somos imperfectos.

Aceptar la lectura de A escondidas de la memoria es aceptar el desafío de quiénes realmente somos. Una imagen que no se refleja en ningún espejo, pero nos acompaña a donde quiera que vamos.

No, no es una opción exclusiva para inocentes. Se trata de una aventura para todos pues todos, al final, seremos tratados como culpables.

Para llegar a la última página se necesita valor y no poca temeridad. Porque cada frase, cada línea, cada palabra… descubre un libro que crea complicidad y que, una vez leído, nadir podrá mantener jamás a escondidas de la memoria.

Portada original
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Libro de cuentos

Año de publicación: 2008

Editorial: Oriente

ISBN: 978-959-11-0564-6

Páginas: 109

País: Cuba

Cuento de una señora sin nombre

 

Nadie te creerá, dijo, y entonces poco me importó. Solo necesitaba una causa que justificara mi inacabable presencia a las puertas de Finca Vigía y un entretenimiento fortuito para disimular el paso del tiempo. Ahora, sin embargo, la verdad cobra súbita importancia y casi me hace desfallecer. No voy a cambiar. No asumiré tal riesgo porque una vieja me confesara sus penas de antaño. Si escribo es para demostrarle que puedo convertir en verdad cualquiera de mis mentiras, a sabiendas de que ella no lo leerá y de que —por más que duela aceptar su razón—, nadie jamás habrá de creerme.

 

Era vieja, en efecto, mas no tanto como una vez hubiese deseado.

Se hallaba de pie frente a los cristales que ofrecían una limitada visión al interior del museo, donde, supuestamente, todo llevaba una nota hemingwayana. Sin lugar a dudas, había escuchado ya las objeciones con que las encargadas del local invalidaban la posibilidad de entrar y se complacía deslizando su mirada a ras de cada objeto en los alrededores. No lo hacía presa de la desesperación propia de los turistas que siguen los pasos de un guía y temen perder el ómnibus que los devolverá al hotel. Ni siquiera llevaba cámara fotográfica. Era, sencillamente, una figura enjuta, de piel aterciopelada, que sostenía una sombrilla para protegerse del sol. Alguien que, igual a mí, no aparentaba tener un motivo muy lógico para encontrarse allí, a esa hora del día.

El diálogo era perfectamente evitable, pero yo la aventajaba con hora y media de aburrimiento. Además, me seguía pareciendo extranjera, con cámara fotográfica o sin ella.

—¿Sola? —le pregunté, y a juzgar por el número de arrugas calculé sin asombro que podría tener mil años de edad.

—Desde siempre. —Aunque no pensé que me estuviese contestando precisamente a mí.
—Es una lástima que no dejen entrar, ¿eh?

Me observó largamente y comprobé que ella era uno de esos extraños seres que destilan calma de pies a cabeza, por la gracia de sus movimientos, el tono de la voz, y sus ojos, los ojos de un muerto.

—En realidad es gracioso —dijo, y mirando su reloj agregó—: A esta hora él tampoco me hubiese dejado entrar.

Nunca he sabido de un muerto que use Rolex, anillos y cadenas de oro, por lo que consideré un posible ajuste de planes si los Kleppes —una pareja de noruegos que yo esperaba— no aparecían en los próximos veinte minutos. Desgraciadamente, noté que me había equivocado en mi examen inicial: era cubana. Por detrás de la acústica semiapagada de su voz se destacaba el acento criollo, habanero incluso. No obstante, extranjera, cubana, o difunta, me era indiferente. Tenía dinero.

Ella continuaba ensimismada con los detalles del lugar.

—A esta hora solía escribir y no permitía que lo molestasen.

—¿Quién? ¿Hemingway? —Aposté a que se trataba de otra fanática—. ¿Acaso usted lo conoció?

—Creo que Cuba completa lo conoció. —Sonrió con la agudeza de su comentario. Era una sonrisa francamente bella y que me hizo sentir bastante estúpido.

—Usted sabe a lo que me refiero, si lo conoció personalmente. Haber conocido a Hemingway es un privilegio.

—Para mí fue una orden.

No entendí desde un principio y ella se percató de mi desconcierto. Aspiró con un esfuerzo que sobrepasaba largamente la necesidad de aire en sus pulmones. Después, cual si recordara, movió pesadamente la cabeza y volvió a sonreír.

—Era una época difícil, mi niño.

—¿Cuándo no? —Pensé decirle «mi vieja» y me contuve. Temí espantarla con un exceso de confianza—. ¿Por qué no cuenta mejor su historia?

La pregunta la obligó a reír de veras. Tanto, que llegué a pensar que se burlaba. Para mí era inaudito aceptar que una vieja que ya apestaba a cadáver pudiera reír de tal manera.

—Es lo más irónico que puede pasarme en esta vida. —Y me tendió una mano para que la ayudase a tomar asiento—. Que a mi edad me pidan hacer un cuento.

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