Ese hondo suspiro de las sombras

 

¡Oíd! Yo conozco la fama gloriosa
que antaño lograron los reyes daneses,
los hechos heroicos de nobles señores.
Beowulf
(Poema épico anglosajón)

 

—Entonces, tú también has venido a matarme.

El hombre retrocedió, sorprendido sino espantado, al escuchar el susurro de la criatura. No imaginó que fuera capaz de hablar. Su historia de pánicos miles abundaba en sangre, desgarrones y hasta rugidos, mas no en palabras. Por simple instinto de conservación, que no por valentía, aferró con mayor ahínco la espada, «rayo en la lucha» cantaría su bardo, dirigiendo constantemente la punta aguda en dirección a la oscuridad donde adivinara los movimientos de la bestia. Notó que sus botas se habían hundido demasiado en la fetidez del pantano y eso no le permitiría obrar con rapidez si acaso el encuentro lo demandara. Tomó aire. El ambiente, cargado de pesados olores, dificultaba la respiración y la penumbra hacía otro tanto con el mero intento de observar hacia adelante. Solo el oído resguardaba sus dones. Estaba convencido de que el aviso de la embestida le llegaría por los tímpanos y no por las pupilas. Esa única razón bastó para no dar réplica al comentario. Oradora o muda aquella alimaña iba a morir. No se dejaría embaucar tan fácilmente. Se concentró en cada sonido. Pronto llegaría el asalto.

Sin embargo, fue unos versos, y no un bramido, lo que escuchó.

A veces un hombre,
un vasallo elocuente y de rica memoria,
que sabía muy bien incontables leyendas
de tiempos antiguos, componía un cantar
con su justo trabado.

No supo cómo reaccionar. ¿De qué artes se apoyaría el maligno para vencerle? Por el momento sus tretas mucho le debían a la hechicería y los encantos en lugar de la fuerza devastadora que antaño, a la luz de una hoguera, los viejos soldados del ejército alabaran sin cesar. Un guerrero estaba entrenado para soportar duros embates, esquivar, lo mismo, una hoja filosa que una garra en súbita acometida. Había sido adiestrado en el arte de la lucha, no de las rimas. ¿Qué hacer cuando tu enemigo hace las veces de poeta y no de agresor? Nadie lo había preparado para eso. Un disgusto muy leve empezó a diluirse en la esencia de sus nervios. Juzgó que cualquier espanto debía ser preferible a esa voz escapada de las sombras, donde apenas podía intuirse el zigzagueo vacilante de su enemigo y los músculos dolían por la tensión, por la dilatada espera.

Era el tiempo, sin lugar a dudas, su peor adversario. Había soportado con esmerada resignación las extensas caminatas por parajes inhóspitos, el hambre inevitable que asolaba la región, desierta de animales sanos o plantas benéficas para su estómago. En los últimos tres días, con sus noches, nada que no fuese considerado amenazante había cruzado su camino. Fieras a las que hubo de dar muerte o esa extraña vegetación, pletórica de enredaderas, espinas y jugos venenosos, que bien podía juzgarse más agresiva que la propia fauna. Extensas pudriciones habían lacerado con llagas su piel y el exceso de humedad no lo dejaba transpirar bajo su cota de malla o los cueros del traje. Y ahora, cuando creía haber topado con el final de su viaje, propósito por concluir, cada segundo recrudecía las sensaciones acumuladas. En la letanía del suspenso se multiplicaba el agotamiento, la asfixia, y sus tripas, famélicas, se agitaban cual monstruo verdadero. Un segundo o una hora, en ese instante, podían tomarse por el reflejo exacto de la eternidad.

—¡Muestra tu faz, Grendel!

Se asombró al escucharse hablar con tamaña osadía. Las palabras habían escapado inconscientemente de su boca, en un intento desesperado por quebrar la rigidez de la escena. Su efectividad apenas duró lo que un eco en la lejanía. Inmediatamente acaeció una pesadez superior al silencio. Vacío absoluto. Ni los insectos arriesgaron una nota. Las gotas de agua, suspendidas en ramas y piedras se negaron a caer sobre las charcas. El hombre temió haber sido víctima de algún encantamiento. Que lo hubiesen transportado, sin carruajes ni corceles, de aquel pantano inmundo a las puertas del infierno, donde, según afirmaban los sabios, el mutismo era tal que muchas almas enloquecían antes de cruzar siquiera el umbral.

Despacio, la oscuridad extendida frente a sus ojos dio paso, en uniforme progresión, a unas uñas, una garra, un brazo largo y sucio, el hombro musculoso, cierto torso humanoide, los pectorales anchos, abiertos y profundos dibujaban su silueta tras unos pellejos surcados por constelaciones de arrugas, dos piernas fuertes surgían, arqueadas en cóncavo casi perfecto, y el rostro, huraño, deforme, con protuberancias en la frente, como si nacieran un par de cuernos bajo la espesa mata de pelos hirsutos. Ante la figura enorme que rasgaba con su apariencia la oscuridad, el guerrero sintió la pérdida de consistencia en sus rodillas. Es sabido que el miedo duplica las tallas, pero a primera vista podría calcularse, sin temor a equivocaciones, que la criatura sacaba ventaja de medio cuerpo a un varón común. Abrió la boca y surgieron dos filas de dientes, amarillos, podridos, sin armonía posible en cuanto a tamaño o ubicación.

—Es agradable disfrutar en voz de otros mi propio nombre. —Al hablar, el tufo de su aliento se desperdigaba por doquier—. Ya me había acostumbrado a que las canciones me nombraran de manera muy distinta.

El hombre no prestaba atención a la charla. Seguía ensimismado en el volumen corporal de su contrincante, previendo la mejor manera de abatirlo. Estudiaba sus gestos y anatomía. Era bastante flaco, pero con la altura que gozaba, posiblemente la naturaleza debía haberlo provisto de huesos fuertes y pesados. Afortunadamente era verdad lo que contaban. Le faltaba un brazo por completo a causa de su pelea con Beowulf, héroe de héroes. Lo cual era una ventaja innegable. Se preguntaba si sus mañas se basarían en la destreza de sus movimientos o en el poderío de sus golpes, porque los dientes no mostraban gran cosa y de las garras milenarias descritas, la única que le dejaron, detallada en la cercanía, bien podría pasar por una mano humana, descuidada y poderosa quizás.

Sin hacer giros bruscos y como viera que el monstruo no cuidaba sus flancos, practicó unos pasos a su izquierda, tanteando el terreno con la esperanza de hallar suelo firme. Al lograrlo quedó a la expectativa. Por ética y táctica de los antiguos gladiadores cedía su turno al contrario. Solo que este ni se preocupaba en verle. Los ojos grises perdidos en la nada. Parecía escarbar en sus recuerdos. ¿Quién sabe qué cantidad de cadáveres y horrendos crímenes debía apartar para encontrar su propósito? Quizás procuraba la sutileza de un ardid ensayado antaño, en el cuerpo de algún infeliz, y repetirlo ahora tentando idéntico éxito.

—He memorizado varias de esas frases con que suelen llamarme las rimas antiguas —dijo repentinamente, seguro de que su visitante no había perdido el hilo de las reflexiones—. Muchas son verdaderamente poéticas, eh. Nocturno asesino, el privado de goces, cruel malhechor, maligno, o mi favorita: aquel que la ira de Dios arrastra. ¿Por cuál de ellas, tú me conoces?

—Por todas y más. —El simple acontecimiento de ser interrogado directamente por la criatura lo molestó en extremo—. Y créeme, Grendel, si juro en nombre de quienes mataste y devoraste que aún te falta el apodo postrero que yo te he de otorgar: difunto.

Una risa enfermiza contaminó el entorno. No eran el tipo de carcajadas que podían esperarse de un ogro o un demonio, altisonantes y perversas, sino más bien las de un anciano muy enfermo, a quien uno de sus nietos le hiciera cualquier travesura.

—Para ser guerrero hablas como poeta —consideró Grendel y, sin perder el tino que previamente le causara gracia, agregó—. Aunque poeta sin una gota de talento.

Y dobló las risotadas que, poco a poco, vinieron a morir en una tos seca, apagada. El hombre estuvo a punto de degollar ahí mismo a la bestia. Si no había medida para las palabras de esta, tampoco las habría para su espada. Fue un hilillo de sangre, colgando del mentón de la criatura, el detalle que menguara sus intenciones. Ocupado en examinar sus músculos y ademanes, herramientas efectivas para la posible lucha, no había reparado en la mancha pardusca que se esparcía sobre la garganta y el pecho del mismo. Era sangre fresca y sangre vieja, combinadas ambas, goteante una, reseca a medias la otra.

Grendel notó la estocada letal, truncada en pleno aire.

—Hazlo —pidió, hincando rodilla en tierra y ofreciendo, oculta por cataratas de cabellos, su nuca indefensa—. A eso viniste.

El arma cedió en manos del hombre. Petrificado, repasó las mansas líneas del otro. Conocía ampliamente los síntomas de su mal. En el campamento, las bajas por la plaga duplicaban las causadas por el enemigo. Lo inesperado volvía a hacer presa de su ingenuidad. Grendel, sin abandonar la posición de entrega, levantó sutilmente la mirada. Resultaron sus ojos predicadores de talante superior a su lengua. No había en ellos sumisión sino deseo. En inusual estilo el ruego proveniente de aquella mirada describía total autoridad. Y como su verdugo no reaccionara con entereza, murmuró otros versos.

Tú supiste lograr
con tu hazaña gloriosa que ya para siempre
tu fama perviva. ¡Sígate Dios
concediendo sus bienes igual que hasta ahora!

Conocía muy bien el origen de esas rimas. Su padre se las entonaba desde niño y tenía sobradas razones para imitarlas. Por eso abandonó primero la aldea, para alistarse en el ejército; y luego el ejército, para volver a su aldea. Porque la libertad, si bien comenzaba siempre en los cuentos de otro, debía alcanzarse en las ansias de uno mismo. Abortadas por una boca criminal, devoradora pretérita de fieles soldados, la belleza de la estrofa más que elogios inspiraba provocación. Otra vez aferró la espada y Grendel agradeció sus designios.

—No dejes que la enfermedad de un viejo te detenga. Tu honor será salvo. Los juglares, nuevamente, se encargarán de arreglar la anécdota en detrimento mío.

Aquella insinuación era insultante para un hombre criado, a la par, con leche de cabras y leyendas.

—Debías poner más respeto a las historias rescatadas por los ancestros. No olvides que estás a mi merced.

Quiso agregar que su misericordia bien tenía límites, dejar en claro la superioridad que lucía y, si el ingenio no le fallaba, cerrar con una frase lo suficientemente sarcástica. Sin embargo, Grendel no le permitió continuar. Denotando una insospechada habilidad logró incorporarse y rompiendo el equilibrio a favor del guerrero, cayó encima de este, despojándolo con el empujón de su arma y aferrándole la garganta con la única mano disponible. El percance, a lo sumo, había durado un par de segundos, pero el dominio ya cruzaba de bando. Grendel elevó la voz, ronca y dolorosa, para que lo escucharan todas las sabandijas de su pantano.

¡Oíd! Yo conozco la farsa ignominiosa
que antaño lograron los petates daneses,
los hechos falaces de cobardes señores.

Luego bajó la vista hasta precipitarse en los ojos de su reo. Gozoso, comprobó que aquel había interpretado a cabalidad su improvisado retruécano.

—Así, y no de otro modo, debieran comenzar las pretendidas hazañas de Beowulf, tu héroe favorito, y aquí, con tu muerte, habría de terminar, asimismo, tu estúpido propósito de imitarle.

Grendel apretó un poco sus dedos. Sin embargo, no hubo pavor en el rostro del hombre echado. Por el contrario, su expresión denotaba cierta complacencia reprimida, como el viajero que se acerca al final de una jornada desatinada y extenuante. Comprendió en un santiamén la similitud de sus desmanes. Aflojó la garra homicida. No sería él quien aliviara tales penas.

—Lamento, sinceramente, que echara a perder tu gran proeza. —Por si no bastara, deshizo el abrazo, devolvió la espada a su dueño—. Llegaste a mí en busca de espanto, aventura, inspiración para nuevos cánticos y he aquí, encuentras un ser triste que sueña, al final del tiempo, con una muerte apacible. Sin embargo, joven guerrero, no yerres al tomar tu suerte por esfuerzo baldío. Créeme cuando confieso que es esta, y no otra, la peor historia de horror.

¿Cómo podría serlo? El hombre se acariciaba el cuello adolorido. Ya nada valía recaudar para su bardo los avatares acaecidos en la senda del cisne, que a tan buenos marinos ahogara. O las tormentas de espadas en las gélidas altiplanicies del norte. Le hubiera pedido mencionar al sudor de la guerra manchando, de los caídos, sus cuerpos. Sin recurrir jamás a esta palabra vulgar. ¿Qué tal «refugio de huesos»? Para ser enterrados en nombre del solemne repartidor de anillos, señor de turno y rey a venerar. Tamaña aventura en vano. ¿Para qué narrarla, si al término de los sucesos perduraría su revés ante la bestia? El perdón infame que recibiera. En resumidas cuentas, su descalabro recurrente.

—Será por los años y años que, supuestamente, llevo de muerto —Grendel percibió la desilusión en el joven—, pero he aprendido a desconfiar de las historias humanas.

Fue tiempo atrás, al perder en sucesión dolorosa e imprevista, su brazo y su propia madre, que germinara la idea, seguramente vetusta en su conciencia mas no en sus disposiciones, de aunar en una legión sanguinaria a los protagonistas de las historias de horror conocidas. Corrió la voz de su propuesta, convocando a cuanta criatura se sintiera hija de la noche bajo el secreto propósito de tomar justa venganza de Beowulf. El pantano, la distancia, y esa humedad ineludible aportarían un escenario magnífico. En efecto, acudieron seres pretendidamente espeluznantes. Uno que aseguraba beber sangre humana. Otro, adorador de la luna llena. Incluso varios que juraban haber regresado del averno para llevarse consigo a quienes los habían asesinado. El conjunto pecaba de encantador.

Sin embargo, no funcionó en lo absoluto. La afinidad de condiciones (seres temidos, desterrados y víctimas de inquebrantables persecuciones) abrió espacio a la camaradería. Los planes de muerte se trocaron en largas sesiones testimoniales. A esas alturas, el descalabro resultaba inminente. La intimidad generó lazos demasiado empalagosos y pronto las confidencias se hicieron sentir. Cada fábula espeluznante devino patraña, invención humana necesaria para vivificar el horror con el uso adecuado de las palabras. Aquellas almas feroces se proclamaban víctimas de su propia tragedia y andaban desperdigadas por el mundo, huyendo de la fama que le pisaba los talones. Grendel hubo de aceptar la total rendición de su empresa. Poco a poco los despidió, entre lágrimas y abrazos, borrachos de sus míseras penas.

—En ocasiones, joven —le daba la espalda para regresar a su sitio—, no es monstruoso lo que sucede, sino lo que se cuenta.

El hombre notó la ansiedad por descargar un golpe de mandoble que cercenara la cabeza del engendro. Sabía que, difícilmente, se repetiría una oportunidad igual.

—Podrías hacer valer tus argumentos en la situación de otros —no supo explicarse qué lo detuvo, la hoja de su espada se mantuvo incólume mientras retaba al orador—, pero en tu caso, ese brazo ausente prueba la veracidad de la historia.

Grendel volteó su físico enclenque y nudoso. Ladeó un poco la cabeza hacia el lado del hombro trozado en señal de incredulidad. ¿Cuál historia?, parecía preguntar. ¿La de una horda de borrachos que duermen a pierna suelta en la sala principal del Hérot, mansión inigualable y orgullo de su soberano, el rey Ródgar, sintiéndose todos a salvo porque el gran Beowulf vigila?

A medida que recordaba, las trazas del suceso lo llevaron de vuelta. Se vio caminando, cauteloso, bajo las láminas de oro que adornaban el techo de palacio. En otras ocasiones había frecuentado el lugar, así que descifrar aquel laberinto de pasadizos se le antojaba harto sencillo. Los cerrojos de las puertas, como de costumbre, no habían sido echados. Penetró en la estancia. Una tropa completa pernoctaba, acomodados entre jarras de vino y restos de lo que fuera un suculento agasajo. Ciertamente le inquietó el número de hombres. De todos le interesaba solamente uno que, por la vaguedad de las señas, no había encontrado aún. Rápido, muy en silencio, avanzó sobre el pavimento de vistosos colores y atacó al que más evocara los rasgos descritos. La velocidad de su acometida marcaría la diferencia. Los otros podían despertar. La víctima debió pasar del sueño a la muerte sin percatarse siquiera. Era el momento de huir. Tenía fe de alcanzar, otra vez, los lindes del pantano. Además, para mayor alivio, su padre le había prometido que ese terrible servicio sería el último que le pidiera.

—¿Qué padre es ese? —El joven interrumpió bruscamente sus evocaciones—. No hay verso que lo mencione en la leyenda.

La pregunta obligó al corazón de Grendel latir más fuerte. Así también lo aceleró la faz desvelada y asustadiza de Beowulf cuando le sorprendió intentando escapar. Evidentemente el príncipe gauta había presenciado el crimen, pero al advertir la figura gigantesca del intruso se congelaron sus arranques de heroísmo. Por un segundo las miradas permanecieron entrelazadas. El simple vaivén de una mano por parte de Grendel, desató la voz de alarma. Temiendo por su vida, Beowulf, se puso de pie y prorrumpió en alaridos de pánico. Los soldados, con los muchos gritos, se incorporaron de inmediato, apertrechándose con sus espadas, mazas y escudos. La salida quedaba justo al otro extremo del recinto. Debía atravesar la masa de hombres que se alentaban mutuamente sin que nadie se atreviera a asestar el primer golpe. Grendel se abalanzó con un rugido hacia ellos, apostando porque su imagen los espantara y así alcanzar la puerta. El miedo a ser devorados y la constancia de su amplia mayoría, sin embargo, envalentonó a los soldados. Las espadas se agitaron en un nudo de violencia alrededor de su gigantesca fisonomía. Terrible fue el destrozo causado en los ricos ornatos de bancos y paredes. La sangre manchó cortinas y alfombras. Grendel se abría paso a base de codazos y respingos, cubriéndose a medias de la lluvia de estocadas que, afortunadamente, por caótica y mal pensada no medía ningún punto vital. Con excepción de un brazo, al cual se había aferrado Beowulf, ya casi se daba por libre, y bien podía cargar con el mismísimo príncipe si no se soltaba, cuando una punzada lo taladró a la altura del hombro. Habría sido imposible determinar, en el tumulto de hojas filosas, la responsable del corte. Supo que le habían mutilado, pero no tuvo el valor de atestiguarlo en ese preciso instante. Temió perder el conocimiento y que sus días terminasen allí, lejos de la paz que procuraba la ciénaga. Dando tumbos y aullando incesantemente por el intenso dolor, logró escabullirse hasta su guarida.

—El resto —Grendel tomó asiento en una raíz cercana— diría que lo conoces perfectamente.

El hombre, joven, aventurero de corazón, y amamantado con la savia de esas historias, no podía creer aquella ridícula versión de los hechos.

—Mientes, Grendel. —Su malestar era sincero—. Te pesa reconocer que Beowulf arrancara de un tirón tu brazo. Batirte sin armas ni broquel había sido su promesa al gran Ródgar, señor de skildingos, y la cumplió. Está muy claro en los versos de la leyenda.

El otro comenzó a reír. Cada vez que lo hacía brotaba esa tos difícil que empapaba de baba sanguinolenta los pelos de su pecho.

—También —aclaró en un respiro— le otorga la fuerza de treinta varones, grotesca adulación. Su destreza en el manejo de la espada dejaba mucho que desear y su valor no sobrepasaba al de un niño común. Piensa, guerrero, ¿no aseguran las rimas que un puñado de hombres verificó mi muerte en el fangal? —Y sin dar tiempo a respuestas—: ¿Con quién hablas tú ahora, infeliz? Ese día los cobardes nunca se atrevieron a penetrar mis dominios.

—¿Y a tu madre? —El joven no cejaba en su empeño—. ¿Tampoco dio muerte?

Grendel demoró en contestar. Habría cambiado, gustoso, la sarta de mentiras que enarbolaba esa leyenda por una única verdad. Beowulf, posteriormente, sí había alcanzado asesinar a su madre, allí mismo, muy cerca de donde ocultara a su hijo herido.

—Matar a una vieja desdentada es la proeza más loable que ese miserable haya perpetrado en vida.

—Ella asaltó el Hérot en son de venganza —el hombre quiso justificar la acción— con el firme propósito de traerse tu brazo al precio que fuese necesario.

—¿Sabes? —La criatura no ocultaba su abatimiento, mezcla de tristeza y resignación—. Ni siquiera eso es cierto. El rescate de mi brazo fue un accidente inducido por las circunstancias. Beowulf lo habían mandado colgar en la fachada exterior de palacio, en un lugar estratégico al alcance de la vista, pero bien elevado para evitar que diferenciaran el miembro de la garra de un ogro, como él proclamara. Un alarde que a mí, aunque suene irónico ungido por esta lengua, me parece monstruoso. Mi madre lo sacó de allí, sí, pero su visita a palacio se debía a un motivo muy distinto. Iba a implorarle ayuda a mi padre, a fin de cuentas, él y no otro, me había metido en ese dilema.

El guerrero abrió la boca para preguntar y la cerró de inmediato. Grendel adelantó la revelación anhelada.

—Sí, joven iluso. Mi padre, el egregio señor dadivoso de anillos y muy venerado rey Ródgar. —La cara del joven no requería otras palabras, el develamiento que su adversario hiciera lo había dejado pasmado—. Él, al igual que sus predecesores, aceptaban la existencia de una reina, la bella Walto, pero siempre hubo un sinfín de mujeres que le sirvieron de amantes. Mi madre, una de ellas. Agraciada en facciones y formas se consideró privilegiada hasta que la lepra hincara su piel. Terminó en este pantano, abrigo de parias, criminales y proscritos. Aquí nací, bastardo y deforme, como ves, por capricho de la Providencia y consecuencia de su mal, pero ella no permitió que yo olvidara jamás el nombre de quien me diera ser. Ródgar, el soberano, facilitaba mi entrada al Hérot. ¿O realmente aceptaste la falacia de que yo rompía los cerrojos con solo tocar la puerta? La política de la corte no cabe en un par de versos, guerrero mío. Y tanto el rey, mi padre, como la reina, sospechaban la traición de un familiar suyo, apoyado por algunos soldados de su propio ejército. Mi tarea era simple. Se me daba la descripción de un sujeto y lo mataba al anochecer. Eso era todo. Lo demás que hayas escuchado son exageraciones y puro divertimento. No maté tantos como reza la leyenda, mucho menos me los comía. Dios me libre de semejante asco.

Grendel hizo una pausa. Su pretendido victimario no cedía a la tensión de sus músculos. Semejaba una escultura perdida en ese rincón salvaje. En su cabeza se engranaba perfectamente la leyenda, con las palabras recién oídas y la historia posterior. Era un hecho consumado que, al deslizarse los años, Ródulf, sobrino de Ródgar, usurparía el trono danés, cuando por derecho propio debieron ocuparlo los hijos legítimos del rey.

Hábil entonces
la hazaña gloriosa cantó de Beowulf
disponiendo la historia y cambiando palabras
con mucha soltura.

—El mismo poema confiesa su falta —indicó Grendel—. Debiste prestarle más atención al bardo y menos al surtido de ficciones.

El hombre, no obstante, rumiaba otra duda, allende a sentimientos, traiciones o invenciones juglarescas.

—¿Por qué…? —Demoraba en canalizar sus pensamientos—. ¿Por qué aceptaste las órdenes de Ródgar?

Ahora fue Grendel quien batalló para reorganizar sus palabras. Finalmente, contestó esa pregunta, con otra.

—¿Qué no haría un hijo por su padre?

Cualquier respuesta estaría de más. Incluso si agregaba con franqueza que, en ese último servicio, habría sido imposible hallar el hombre exacto, al cual debía arrancarle la vida. Se trataba precisamente de Ródulf a quien su tío, antes de marchar a los aposentos, sutil le pidiera que evitase a toda costa dormir en el salón principal. La trampa no había sido concebida para su sobrino sino para su hijo bastardo.

—¿Sabes? —Grendel descubría, como remembranzas, los albores en las ramas altas del pantano—. Siempre confundimos la esencia del horror con la brevedad de un susto muy grande. Mi rostro, por ejemplo, amedrenta a los curiosos en sus incursiones por la zona. Gritan, huyen, narran el suceso en sus casas y, la noche siguiente o la otra, o la otra quizás, ya duermen plácidamente. Dios equilibra las cosas. A un soplo de pánico añade inmediatamente una brisa de paz. Conmigo, sin embargo, excedió sus maneras. Me hizo horrible hasta la demencia y longevo sin par. Todavía hoy no puedo precisar si se trata de un don o un castigo. Porque en estos largos años no ha cedido un ápice el espanto de saberme despreciado por mi padre. Aprendí, pues, que el verdadero horror no se recoge en quimeras. A veces acecha mientras te limpias los pies a la entrada de tu casa, en la sonrisa de tu amante o en la envidia de un vecino. Recuerda, guerrero, que siempre lo llevas agazapado dentro.

El hombre envainó la espada. Decididamente, no sería allí donde recopilara nuevas hazañas.

—Dios te salve por la infinitud, Grendel —no había rencor en sus palabras—, y que las almas de tus víctimas te perdonen.

—No sucederá, lo sé. La muerte no admite excusas. Y mi vida, si bien ahora parece larga, pronto habrá de concluir. Todo lo que tiene fin, es breve.

Una tos quebró la composición de sus ideas. Superior a las anteriores lo obligó a inhalar con fuerzas por espacio de treinta o cuarenta extenuantes segundos. Los pulmones, poco a poco, recobraron el control y Grendel regresó a la oscuridad de su guarida.

El hombre quedó a solas. Sabía que, al otro lado de la negrura inquietante, la criatura aún le observaba. No había peligro o suspenso. No había nada. El vacío de horas atrás regresaba, poderoso, totalitario. Expedido por sus entrañas. Pensó en la idiotez de su vida. Los anhelos de gloria y la soledad que esa búsqueda le había reparado. Posiblemente, en su vejez, habría de llamarla horror o espanto. Mientras tanto, lo indicado era seguir camino. Su aldea se hallaba demasiado lejos.

Un hondo suspiro impidió el primer paso.

—Estoy convencido de que solo Beowulf pudo suponerme aún con vida. —Era imposible ver a Grendel. Su voz, empero, llegaba nítida a ras del suelo—. Y es fácil descubrir en tu rostro rasgos similares al suyo. ¿Acaso, por coincidencia o voluntad, era él tu padre?

Conocida es la herencia de los reyes, pensó el hombre, mas no tanto sus tentaciones y caprichos. En la lobreguez del entorno creyó a salvo su identidad. Sin lugar a duda, las habilidades del monstruo poco le debían a la destreza de sus movimientos o a la fortaleza de los golpes. Era la suma de sus años el arma mejor.

—Abuelo, realmente —aclaró con desgano—. Mi padre fue solo otro hijo bastardo enamorado de un poema, pero supongo que eso, ahora, ya nada importa.

Grendel lo vio partir, arrastrando sus pesadas botas, la cabeza baja. Amanecía entonces y el pantano, quizás por consideración, hacía gala de una singular hermosura, permitiendo a los rayos de sol filtrarse entre la maleza. El verdor de las hojas contrastaba sobre el brillo blanquecino de los hongos y la transparencia de las aguas era notable. La mañana prometía fastuosos milagros. Grendel consideró que era una buena oportunidad para tomarse un descanso, tentar desde las sombras algún sueño libre de leyendas, con suerte, hasta morir.

Historias de la corte sana

Cuento perteneciente al libro:

Historias de la corte sana