Tiempo de inocentes

 

Desde el fondo remoto del corredor,
el espejo nos acechaba.

Jorge Luis Borges
Tlôn, Uqbar, Orbis Tertius

 

—¡Juramos! —gritó, y un ángel abrió las alas.

Ahora también gritó, pero por miedo. La bala se había estrellado tan cerca que estuvo a punto de leer su nombre. Era innegable que los del frente tenían buena puntería, a pesar de que apenas mostraban sus grises cascos por sobre el borde de las trincheras.

—Están picando ahí mismito, ¿eh, compadre? —le dijo el de al lado.

No respondió. Se mantuvo concentrado en la mira del fusil. Nervios tensos, gotas de sudor humedeciéndole el rostro, un corazón cansado, la piel fría. Teniendo sumo cuidado acarició el gatillo con la yema del dedo. Temblaba.

Otro balazo.

«Mierda», pensó al tiempo que bajaba la cabeza, como si con ello pudiera escapar de la mano que lo señalaba.

—Usted —le informaron— formará parte del regimiento número trece. «A los que matan en el extranjero», quiso decir. El oficial de alguna manera le escuchó y con gesto grave dio media vuelta. Vestía uniforme de gala, limpio y bien planchado.

Escupió con desprecio partículas de barro que se diluían en su saliva. Se le antojaban una terrible plaga atacando las botas, el pelo y su desarreglada vestimenta militar. Se mezclaban con el sudor que expedía a chorros para formar lodazales inmensos bajo las axilas y la entrepierna. Ya nadie podía hablarle sobre la vida del verdadero soldado. Ni a él, ni a los otros cientos que se alistaban para el cambio de regimiento, donde un número trece anunciaba fatalidades superiores a la ingenua superstición.

Rodeado por erizadas cuerdas de alambre formó parte de un montón de desconocidos. Cada uno con idéntico peso en las espaldas y una foto de familia en el bolsillo. Salvo el curita, él era distinto. Para lágrimas nocturnas prefería cargar con una diminuta cruz que por lo general llevaba colgada al cuello. Se trataba del único religioso que iban a mandar en la misión y tardó poco tiempo para convertirse en un gran amigo.

—No me gusta la guerra —solía decir—. Asusta.

—Basta con salir vivo de ella —aseguraba él—. Lo demás no importa.

Allí estaban en la plaza con la rodilla derecha en el suelo y el brazo del mismo costado apuntando al cielo.

—¡Juramos! —se oyó exclamar al unísono.

El curita permaneció con la boca cerrada.

—No creo que tenga valor para apretar el gatillo —explicó tras haber concluido la ceremonia—. Matar al prójimo es como matarse a sí mismo.

—La fórmula es sencilla —le contestó él—. Si no matas al prójimo, el prójimo te mata a ti.

—¡Todos somos hijos del Señor!

—No me vengas con sermones, curita.

—¡Vale, vale! —se apresuró a capitular—. Sin embargo, verás que después de haber matado a alguien querrás decir «coño, curita, tú tenías razón».

Era un buen muchacho y mejor cristiano. Amaba a Dios con el alma aunque Dios, al parecer, no lo quería mucho a él. En tierra extraña y para colmo pagana lo dejó tendido.

—Con el balazo le tumbaron hasta la cruz —le dijo el de al lado en el tercer combate.

«Pobre tipo», pensó en lo que se agachaba para evitar los fragmentos de una granada. La explosión fue tremenda y un desgraciado chilló de dolor. Era la despedida habitual, siempre lo era. Otra caja para rellenar, otro sonido de trompeta y otro nombre anotado en Las Gloriosas Páginas de Nuestros Mártires.

Para entonces, el miedo, a fuerza de crecer, no le cabía en el cuerpo. Se vertía con macabra suavidad por su piel, ahogando poros y vellos, retorciéndose en ambas pupilas con la intención de delatarle. Tal vez era cuestión de carácter o un problema relacionado con sus raíces. No necesitaba averiguarlo, la sencilla fórmula se hacía insoluble y por eso titubeó ante la orden.

—Yo no soy artillero —quiso justificarse.

—¿Para qué tú crees que te entrenaron?

—Yo no soy artillero —repitió.

—Tú lo que eres hombre muerto si no me haces caso. —El teniente cayó en sus ojos—. Sal de la cabrona trinchera y corre para el mortero o nos van a joder en este hueco.

Cinco metros separaban al mortero de la trinchera. Cinco oportunidades para que los grises cascos agujerearan su carne. Cinco razones que lo obligaban a estarse quieto. En el otro plato de la balanza reposaba una única idea. Tenía que hacerlo. De más estaba que le enseñaran lo grave de la situación. Sin el apoyo de la artillería el regimiento estaba perdido. No es que fueran a ganar si lo lograba, pero al menos podría retardar los telegramas a sus hogares.

Dócilmente extendió brazos y piernas para que lo recostaran a las vigas del calvario. Su dicha de salvador se sobreponía al dolor de los miembros claveteados. La corona de espinas le aguijoneaba con dulzura y era feliz en medio de su voluntaria decisión por ver en los rostros de quienes le rodeaban un mudo agradecimiento. Incluso tuvo ganas de pedir disculpas por la demora, por las preguntas y por las absurdas razones. Nunca como allá arriba saboreó la pureza del sol y es que la luz en realidad la guardaba adentro.

Mas eso fue solo un instante, casi una equivocación. La claridad pronto se hizo molesta con el retorno del Visitante. Se metamorfoseó en llamas que no venían de los astros sino de miles de antorchas pululantes bajo sus pies. Siguiendo el ejemplo del teniente nuevos fariseos habían descubierto en sus ojos el asomo del Intruso y amenazaban hacerle salir con fuego de su cubil. El cubil lloraba por las espinas que ahora le atravesaban el cerebro, por la proximidad del castigo. Estaban ahí. Clamaban por el salvador. «¡Que pague el sacrificio!». «¡Sí, que pague su osadía!».

Las lágrimas no eran suficientes para sofocar aquel mar en llamas. El Visitante resultó ser demasiado poderoso.

Eppur si muove —renegó a sus ideas con un salto que lo devolvía a la trinchera.

—¿Qué pasó compadre? —le preguntó el de al lado—. Ya estabas afuera.

—No… no puedo —tartamudeó—. No puedo hacerlo.

—Ya sé lo que te pasa, no hace falta que lo digas. La peste me llega aquí.

No le prestó atención al comentario. Se enjugó un poco el llanto y haciéndose un ovillo escondió la cabeza entre los muslos.

—¡Soldado! —Reapareció el teniente—. ¿Qué hace todavía en la trinchera?

—¿No lo ve? —contestó el de al lado—. El hombre está cagado. Tiene miedo de que le metan un tiro.

—Pues el tiro se lo voy a meter yo si no sale —sentenció el teniente mientras desenfundaba la pistola—. ¡Arriba pendejo! Muévete o te dejo tieso.

La llamada del salvaje, el predominio de la fiera atávica, vieja historia. Uno de los dos sobraba en la caverna. Dando un alarido gutural se abalanzó hacia su enemigo, lo abrazó con fuerza y rodaron juntos por tierra. Sin permitir que se recobrara hincó los dientes en uno de los hombros de este y el sabor de la sangre adornando sus colmillos lo incitó más aún para la lucha. Zarpazos y torpes empujones se sucedieron continuamente. Estaba arriba, estaba abajo, lo mordía, lo ahogaban, lo arañaba, lo golpeaban. Nadie se atrevía a intervenir.

La pelea, accionada por un elemental sentido de conservación, no terminaría con simples puñetazos. Para asesinar con las exigencias del momento se necesitaba el arma homicida y la maza que había caído a unos metros del encontronazo era la herramienta perfecta. Arrastrándose a duras penas, intentó acercarse un poco. Su enemigo no se percató del truco y ciego por la ira se limitó a incentivar la zurra. Soportó pacientemente el endemoniado talión mientras restaba centímetros al desenlace. Tres, dos, uno. ¡La tenía! Con un giro y un par de patadas se libró de su oponente y pudo ponerse de pie. La maza resplandeció magnífica y en la faz de su contrario nació, recién parida por el terror, una débil excusa. «No te atreverás con un superior».

La maza fue elevándose lentamente y la tarde se vistió de noche. Quedó suspendida junto a la luna, la horda guardó silencio, las apuestas se incrementaron. De pronto, desgarrando estrellas, la maza descendió envuelta por caminos sin salidas. Se escuchó el crujido de un cráneo roto, mil exclamaciones de espanto y un suspiro de resignación.

Sangre pardusca humedeció las piedras testigos y se precipitó sobre los grises cascos de la soldadesca.

—Con tal que no recuperen el mortero —le dijo el de al lado señalando las líneas enemigas—. Va y podemos ganar.

—El teniente me aseguró que esto se iba acabando. —afirmó él—. Además…

No concluyó la explicación. El de al lado hacía ademanes para que lo atendieran.

—¡Mira, mira! Allá va uno que se las quiere dar de héroe.

En efecto, de las trincheras al frente salía un sujeto rumbo al mortero. Lo raro fue que no echó a correr ni trató de esconderse, por el contrario avanzó pausadamente como si disfrutara de su temeridad. Llevaba al cuello una cruz invisible, en la frente una corona de espinas y en la mano ensangrentada un garrote.

Se detuvo en medio de los dos ejércitos y gritó:

—¡Juramos!

El de al lado repitió sus ademanes.

—Ese tipo está loco de remate.

—A mí me tiene sin cuidado —contestó él—. Loco o no, al mortero no llega.

Ajustándose el casco gris en la cabeza encaró el fusil, aguantó la respiración e hizo fuego.

El sujeto crispó los puños con el impacto de la bala. Sintió el vacío en la foto de familia y un cansancio horrible que lo indujo a trastabillar torpemente. Otra vez tenía la rodilla derecha en el suelo, mas le fue imposible levantar el brazo.

—Hecho —dictaminó él en lo que observaba caer al sujeto.

Con el cañón del fusil humeando dio media vuelta y sacó un cigarrillo. Las sombras de la noche acentuaban el luto, el cigarrillo pesaba una tonelada lo mínimo. Tuvo que dejarlo caer. Algo raro ocurría, su uniforme militar se tornó inaguantable, parecía de plomo y quemaba. Probó solicitar ayuda y tampoco pudo, la voz quedó opacada por tenues estertores. De la piel intacta surgió un dolor sobrenatural que le perforó el alma. La camisa se tiñó de rojo y de la boca saltó un riachuelo. Las piernas fueron cediendo aplastadas por su estatura y terminó echado entre balas y profecías, rodeado por las pupilas estupefactas del resto de la manada. Balbuceó fonemas incomprensibles y un grupo de audaces acercando el oído lo exhortaron a continuar.

—Habla, habla. ¿Qué te pasa?

La tráquea le ardía por falta de oxígeno y era incapaz de mantener los párpados recogidos. No obstante, antes de morir, fue capaz de reunir energías suficientes para confesarle a su sombra:

—Coño, curita…

(Pen)últimas palabras

Cuento perteneciente al libro:

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