Testigos

 

Las gaviotas chillaron.

El hombre las miró por cuarta vez, después a la carretera y luego bajó la cabeza. Aire y silencio eran fríos, demasiado quizás para un abril saturado por acepciones estúpidas. Se recogió en su abrigo. Las olas batían con violencia por debajo de los pies. Un resoplido.

El ronroneo lejano de algún motor reactivó cierto nerviosismo perdido. Detuvo sus pupilas en el extremo más alejado de la carretera. Sur vacío, pero el ronroneo ganaba en intensidad. Se puso de pie y los cabellos aprovecharon la altura para retozar ajenos a sus febriles raíces. El metal, tan frío como la atmósfera, casi congela su costado izquierdo.

Salvando la distancia a poca velocidad, un auto, color oscuro, atrajo la atención del hombre. Modelo antiguo, descapotable, marcha insegura… No parecía. Sin embargo, permaneció erguido, la diestra en el bolsillo y la otra, acariciando la ausencia de una sortija. El corazón o el cerebro, algo palpitaba con ritmo anormal. Imposible que las manecillas del reloj giraran al revés. De cualquier forma la historia sería la misma.

Ya el auto era perfectamente visible. Manejaba una mujer de gafas negras, ropa ligera y nariz horrible. Cuando estuvo bien próxima al hombre, aceleró un poco. El ronroneo se acentuó y el auto siguió de largo, levantando a su paso partículas de polvo y granos de arena. También se levantaron un par de gaviotas que descansaban en las rocas cercanas. Emitiendo violentos chillidos se sumaron a la algarabía de las otras miles, suspendidas en el cielo, y todas juntas atentaron contra la morbosa tranquilidad del lugar.

El hombre no se tomó el trabajo de observarlas. Sabía lo que hacían, lo observaban a él y poco le importaba. Aunque de eso no estaba muy seguro, al principio sí le molestaron sus burlas aéreas, ahora no, al menos eso creía (y no era ningún problema convencerse de su propia razón).

Si no ¿para qué estaba allí? Para defender esos amplios motivos. Un asunto de hombres. Sin palabras, ni siquiera un vulgar saludo, sin mujeres, «me traen mala suerte», y si era con mujeres, también. «Como quiera, es carne igual».

No le convenía recordar sus escrúpulos y su absoluta falta de experiencia, ni eso ni el vacío en el pecho de vez en vez al escuchar los chillidos de las gaviotas. «Será rápido» y si era antojo de Dios, sencillo además de rápido. La carretera nuevamente se mostraba desierta. Hubo otro resoplido y una maldición.

Dio media vuelta, mas no llegó a sentarse. Un zumbido opaco lo puso sobre aviso. Venía un auto. Lentamente abandonó las escarpadas rocas de la costa para acercarse al borde de la carretera.

Llevaba la carrocería pintada de blanco, iba a gran velocidad, estilo moderno… Podía ser. Al hombre, sin darse cuenta, le costó respirar y el pulso le tembló. Con sutil inconciencia dejó de acariciar su anular y posó la mano en los helados contornos del metal, bien trabado en su cintura. La desagradable sensación de frialdad se duplicó y, paradójicamente, surgieron minúsculas gotas de sudor en la frente y los brazos. Intentó tragar en seco y no pudo: «será rápido».

El auto, a diferencia del anterior, aminoró la velocidad al acercarse. Una mano se contrajo y un corazón guardó silencio. Frente por frente a la silueta estilizada y enjuta del hombre, el auto alcanzó a detenerse. La ventanilla del chofer descendió y en su lugar apareció el rostro jovial de un muchacho. Tendría veinte años, usaba bigote y manejaba sin camisa.

La empuñadura se ajustó con exactitud a los nervios que la aprisionaban. «¿Serás tú, hijo de puta?».

—Socio —dijo el joven—, ¿dónde hay una gasolinera por aquí?

El hombre se quedó mirándole. «No vas a engañarme, cabrón».

—El tanque lo llevo medio vacío y voy a terminar botado en esta carretera.

«Confiésalo, eres tú. ¡Vamos, coño! ¡Dilo!».

—¡Eh, socio! Por fin…

«Yo no soy ningún imbécil».

—…¿dónde hay una gasolinera?

El hombre no apartaba la vista. Su índice acarició la herramienta inevitable de sus propósitos.

—¿Estás enfermo, compadre? —El chofer hizo ademán de abrir la puerta del auto.

«¡Lo sabía!». El hombre en un gesto desesperado extrajo el arma de su pantalón, pero con la brusquedad del impulso esta escapó de sus manos y vino a caer a mitad de camino entre el muchacho y él.

Los dos se paralizaron.

Solo en ese instante vino a dar el recién llegado con la soledad del otro, con sus cabellos turbulentos y el absurdo abrigo. Carretera vacía. Par de estatuas. Un pez saltó para ver la escena y las gaviotas aumentaron sus chillidos.

«¡Putas! Todas son iguales». Era la quinta ocasión en que las miraba. No pudo evitarlo y ese pequeño desliz fue oportunamente aprovechado por el chofer para salir hecho un bólido, dejando apenas el eco de sus neumáticos al resbalar sobre el pavimento.

Un suspiro (mitad decepción, mitad alivio). «Entonces no eras tú» y fue a recoger el arma. «Todavía no es de noche. Ya vendrás». Regresó a la costa y se acomodó lo mejor que pudo encima de una roca. Las olas se estrellaban alegremente a unos metros bajo sus pies. «Será rápido» y si era antojo de Dios, las gaviotas no volverían a chillar.

(Pen)últimas palabras

Cuento perteneciente al libro:

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