Puntos

 

Con otro sorbo de agua (ya no quería recordar alcoholes o jugos de naranja) se sentó sobre sus interminables meditaciones. Puntos. No dos ni tres, si acaso, a fuerza de contarlos, un poco más que el número de sus convalecientes ideas. Y el primero de todos era justamente (¿para qué calificarlo de irónico?) aquel en donde renegaba de sus propias pesquisas.

Por supuesto ¿cómo prescindir de nutrientes cuando se desea vivir? Quizás con la cabeza bajo el brazo, pero, (y ese era el segundo punto) ¿acaso no lo había intentado antes? Los músculos le dolían de tantos pinchazos, de tanta mierda, de tanto arriba, de tanto abajo, de tanta ausencia de mujer. Nunca fue un tipo duro. La música rock: pretexto. La carcajada a revienta pulmones: máscara. Las lágrimas a solas: un poco pretexto y máscara a la vez. Sin embargo, aquello de la necesidad de comer sí era verdad y por eso no podía echar a un lado sus dolores de cabeza (ya —y por mucho tiempo— en el lugar de origen).

Un grito (increíblemente emitido por otra voz) le sirvió de calmante.

—¡Sube! —le dijo a ella desde una ventana.

—Por suerte me oíste. —Se besaron en la mejilla.

—Para la próxima toca el timbre.

Y ella le explicó por enésima ocasión el motivo de sus llamados. El terror a no encontrarlo, a subir los escalones y no encontrarlo, a subir los escalones con la bicicleta y no encontrarlo. Y él la mandó callar sugiriéndole un vaso de agua.

—¿Agua? —preguntó ella.

Él se limitó a contemplar la incredulidad de su amiga.

—¡Ah! —prosiguió ella—. Nada de alcohol, ¿eh? Nada de alcohol.

Él permaneció contemplando la misma incredulidad.

—Está bien, dame un vaso de agua.

Fue a la cocina, abrió el refrigerador y escogió al azar un pomo, así como antes escogía al azar una botella. El frío que escapaba del equipo lo hizo enumerar las últimas cincuenta noches. Puntos. Aunque él prefirió obviar los estilos de vida (iba por tres) y regresar a la sala, vaso en mano.

Ella lo esperaba semidesnuda. Si aún mantenía la ropa interior era por pura cuestión de tiempo. Un vaso de agua no le daba para más. Él se detuvo y ella, con movimientos rápidos, se llevó las manos al broche del ajustador.

—No lo hagas.

Pero ella desobedeció, dejando libres sus voluminosos senos. Acto seguido, ensayó un gesto que pretendía ser provocativo y dio un paso al frente.

Él siguió parado, vaso en mano, revisando con detenimiento una escena que ya se le antojaba repetitiva. El jeans negro (siempre negro) tirado en el suelo, el pulóver negro encima del jeans, las botas a un lado, el ajustador al otro. El cuerpo blanco de mujer contrastando con las manillas y cordeles negros que se ajustaban al cuello, Cristo colgado de cabeza en una oreja. Blúmer de cualquier color (su exhibición duraba pocos segundos) y los pezones rosados, imitando con desacierto la tonalidad de los ojos.

—Estás por los aires —comentó.

—Todavía no —aseguró ella con otro paso.

Él ubicó por medio su vaso de agua. Ella lo aceptó con una sonrisa para derramarlo suavemente sobre su propia cabeza.

—A falta de mar.

«De mar», pensó él, «de guitarra, de amigos, de drogas, de deseo». ¿Cómo no se percataba?

—Dicen que te la has pasado muy solo últimamente.

¿Por qué no lo dejaba tranquilo? ¿Qué buscaba ahora con esa media vuelta?

—Eso no es nada bueno, aunque, a lo mejor, yo puedo ayudarte.

«Y ese tono en la voz, esa cadencia en la pronunciación —yo puedo ayudarte— como si ya lo estuviéramos haciendo —lamentarás haber perdido tanto tiempo— con ritmo de puta cansada».

—¿Lo sientes?

«Si por lo menos me soltara las manos o despegara su espalda de mi pecho. ¿Pensará acaso que soy estúpido? Claro que lo siento, el tejido de su única prenda, la resistencia del elástico, la tibieza de sus vellos. ¡Coño, vieja, que te vas a enojar!».

—¿Te acuerdas? Sí, sé muy bien que te acuerdas.

«¿Cómo no me voy a acordar? Tus celos estúpidos, tus griterías por toda la casa, tus inacabables problemas existenciales, tus arrebatos de histeria a la primera mala noticia y mi búsqueda incesante de… de…».

—No te lo dije. ¡Uy! ¡Cuánto te extrañaba!

«Para colmo no deja esa manía de hablarle a mi pene. Y el muy cabrón le responde. Bien se ve que no tiene cerebro».

—No te preocupes, cosita. No te voy a hacer esperar.

Ella comenzó a desvestirlo, sin dejar por un momento de acariciar la rigidez de sus sueños. Los botones saltaron de la camisa. Las uñas esbozaron jeroglíficos certeros en la piel. El cinto persistió en quedarse ceñido a la cintura. El zipper no, el zipper bajó dócilmente.

Él hacía función de muñeca en manos de una niña. Ella jugaba a ser mamá (o futura mamá). Él a estarse quieto. Ella a violar por una vez. Él a resistirse sin luchar. Ella a toques libidinosos. Él a no darle el gusto. Ella a hacer uso exacto de sus labios. Él a ¿qué es esto? Ella a saberse vencedora. Él a que por un día. Ella a sentirse realmente bien. Él a resoplar. Ella a cerrar los ojos. Él a ladear la cabeza.

Entonces vio el jeans negro, el pulóver negro, los cordeles negros colgados en el cuello de allá abajo.

—¡No!

Y separó la cabeza intrusa que le succionaba la vida.

—¡No! ¿Entiendes? ¡No me da la gana!

Ella tardó en reaccionar (aún su boca guardaba la forma ovalada).

—Maricón de mierda —con voz adecuada al rostro—. Maricón de mierda —en esta ocasión un poco más exasperada—. ¡Maricón!

A medida que ella enloquecía, él recuperaba la cordura. Gritos contra silencio.

—¡Quién coño tú te crees que eres!

Y él ganaba en convicciones.

—¡A mí nadie me hace esto! ¡Yo sé de quién es la culpa! ¡Prepárate porque no me vas a ver más el pelo!

Y él la ayudaba a recoger la ropa.

—Es por esa mosquita muerta, ¿eh? Volviste con ella. ¡Si yo me lo imaginaba!

Y él abría la puerta para sacar la bicicleta.

—Maricón de mierda. ¡Allá tú! A mí no me la metes más. —Y dirigiéndose al descenso de sus sueños—. ¡Te jodiste!

Y él que cierra la puerta y la vuelve a abrir porque Cristo, con la pelea, había ido a parar de cabeza contra el suelo, sin conocimiento de su dueña.

—¡Trágatelo! —se oyó como despedida y él lo dejó reposar encima de la mesa.

Un pestañazo y nuevamente quedaba entre puntos. Secuencia impostergable de tiempo asesinado a costa de su efímera vida. Era como para suspirar.

Suspiró. «Mosquita muerta». Radical cambio de estilos. Bastaba redoblar el esfuerzo de sus memorias. Antes de los pinchazos. Antes del sexo libre. Antes de la ropa de luto. Antes de su primer concierto de rock. Justo ahí podía encontrarla, con su sonrisa tímida y las manos sin sortijas. Nada de preguntas difíciles. El mundo era así y punto. ¿Preocupaciones? La ropa no entalla. ¿Diversión? Una buena película en el cine. ¿Locura? Un beso con el cabezazo de la abuela. Y esa paz, divinamente terrenal, al alcance de las manos. Las noches completas de murmullos, con cualquier cantante romántico como música de fondo. Poder echar hacia atrás la cabeza, sacarla de abajo del brazo. Volvió a suspirar y comprendió que necesitaba verla.

Se descubrió caminando por calles que a duras penas le reconocían. Girando a derecha tras el árbol con la cicatriz. Saludando con desgano a los niños del parque. Deteniéndose frente al naranjo. Maravillándose por el sonido de aquel timbre que nunca funcionó. Esperando, impaciente.

La puerta se abrió para permitir el reencuentro. Año y medio de mutismo quebrado con un inocente «¿tú?». Él se permitió una leve sonrisa. «¿Puedo?». Y ella concede la entrada al motivo de sus mil ininterrumpidas sesiones de llanto.

—¡Vaya una sorpresa! —con entonación artificial.

«Aún no me engañas. Me esperabas».

—El otro día precisamente hablaba de ti con mi abuela y sabes qué me dijo…

«¿Cuánto hacía que no veía a una mujer vestida de blanco?».

—…y mírate aquí. ¿No te digo que es adivina? Además…

«Me cago en el día en que te dejé por esa loca».

—…estás más gordo. En eso tampoco se equivocó. Aunque así te ves muy bien.

Comentario oportuno.

—¿Tú crees?

Y ahora es ella quien se ríe, inclinándose hacia adelante, aparentando descuido, para dejar al descubierto (solo por un instante) los encajes del ajustador.

Él se percata con el detalle que había perdido noción de la importancia de las sutilezas. Ella era experta en eso y al parecer seguía teniendo dominio de los encantos felinos. «Tanto cógelo y úsalo», era mejor jugar con la posibilidad del fracaso. «Extrañaba las adivinanzas». Y determinó seguir la cuerda.

—Tengo sed.

—¿Quieres un jugo?

Quizás dentro de un rato. Hubiese sido una jugada pésima rendir tributos en los mismos inicios del partido.

—Me conformo con agua.

Y ella sale a cumplir el pedido sin otras averiguaciones. «Eso también lo extrañaba».

A la vuelta se impone una frase que los acerque un par de milímetros al menos.

—Allá atrás —dijo ella (simplemente por ser mejor en comenzar diálogos)— acabo de ver el hacha.

Él se convenció de que seguía siendo una muchacha inteligente.

—Yo vi la cicatriz en el árbol —respondió.

Y con la entrega del agua, esta se derrama un poco. Las gotas que caen ya estaban destinadas a catalizar el ambiente. El vestido se moja. Se pega a la piel. «Piel», y extiende la mano.

—No te preocupes, yo me hago cargo. —Ella se pierde en un cuarto y él entiende: «Sutilezas». Pero bajo sus patillas aparecen otras gotas.

Ella reaparece por tercera ocasión en año y medio. Se ha cambiado el vestido, «te delataste», por una bata de casa, «no fue tanta agua». Él devuelve el vaso vacío.

—Gracias. Siento que se haya derramado.

—No importa, ¿quieres más?

Él niega con la cabeza. Ella deja el vaso en una esquina del aparador. Cruza las piernas. Una rodilla sobre la otra. Nada al descubierto. «Es una profesional».

—Hace calor —afirma él y señala su pulóver.

Cursi, pero funciona. Se ha quitado el pulóver y ella ha separado las rodillas. Poca cosa. No llega a una cuarta. Sin embargo, el sol da directamente en el interior de uno de los muslos. Poca cosa. Casi por casualidad. «Una verdadera profesional».

Él cae en cuenta del sudor bajo las patillas y las contracciones involuntarias entre sus piernas. Ella sin razón aparente vuelve a sonreír, inclinándose hacia adelante y él ya no puede descubrir encaje alguno. «¡Vaya una mujer!». Y suda, y suda.

—¡Cuánto sudas! ¿Te cierro la ventana?

La ventana que se halla encima de su cabeza, por donde se filtran los rayos más afortunados de sol, por donde pudieran sorprenderlos desde la calle.

Él no atina a responder y ella, decidida, se acerca, apoya un pie en el espacio vacío entre las piernas de él, se estira, el ombligo, invisible, coincide con la nariz que gotea sudor continuamente, levanta un pie para guardar equilibrio, el vestido roza las gotas de sudor, los brazos se alargan hacia arriba, rumbo a la ventana, la bata de casa deja en libertad otro centímetro de piel. «Piel». Una mano. La ventana se cierra. La misma mano. Ella inmóvil. La mano incansable. La bata de casa no sirve. La mano sigue. Ella empieza a sudar.

Ambos revientan. Caen. Ella intenta llevarlo a la cama. No puede. No quiere. Hace más de un año. Él le ha levantado la bata de casa, mete sus manos, rompe, lanza los restos. Sabe que su cinto no se presta para tales servicios y baja el zipper. Ella hubiese preferido… ella hubiese… hubiese… ¡Ya! Hace más de un año. Ella prefiere disfrutar a tiempo completo. ¡Ya! Con intereses por año y medio. Con tranquilidad. ¡Ya! Con calma. ¡Ya! Calma.

—Un segundo… por favor… un segundo.

¿Acaso cabía un segundo? Ella sale en defensa del inoportuno descanso. Se separa. Peor, se levanta. Va hacia la puerta. Él, confundido, queda presto a ensartar el aire. Ella elige una pose sensual frente a él (que no entiende), pone sus dedos en el cierre de la puerta y pasa el seguro.

¡Ahora él se percata! ¡Ahora recuerda! La seguridad en primer plano. «¿Y si viene abuela? Nosotros debíamos estar en las clases. Lo hago por ti, porque te quiero. Eso no quita que sea atrevido. Llevamos una semana en esto. Tenemos que cuidarnos». Y cerraba la ventana y ponía el seguro (siempre el seguro). No como la otra que lo tumbó en una azotea, en un parque a medianoche o en el baño del tren, a riesgo de ser descubiertos (y algunas veces fueron descubiertos). Aquí no. Aquí la seguridad. La planificación anticipada. Las ansias insalvables de caer una vez. «Una maldita vez», y su búsqueda incesante de… de aquello otro…

Ella retorna y se acomoda junto a él. Él se levanta.

—¿Ocurre algo? —La pregunta es lanzada sin muchas esperanzas de obtener respuesta.

Él recoge su pulóver. Ella entiende.

—¿Tan agarrado te tiene? —Prólogo exacto, no fortuito, «y equivocado», para una discusión inminente.

Se cierra el zipper.

—Ella te ha destruido la vida. Mira en qué te has convertido. En un marginal.

Esa palabra hubiese alegrado bastante a la otra.

—No es eso —se atrevió a confesar, y al momento comprendió el tamaño gigantesco de su verdad. Era ridículo sugerir culpables.

—¿Tú piensas que soy estúpida? Vi los arañazos en tu pecho.

Una verdad enorme, absorbida con sencillez por los celos de una mujer. Sonríe.

—¿Serás descarado? ¡Vete! ¡Vete por el amor de Dios!

La orden evidentemente sobraba. Recordó un chiste al respecto. Volvió a sonreír.

—¡Dios mío! ¿Por qué lo haces? —Ella sollozaba—. ¡Vete! ¡Vete!

Él acató la orden, dejándola a ella en la primera de sus próximas mil ininterrumpidas sesiones de llanto.

Hubiese sido inútil abundar en explicaciones. No tenía que ver con mujeres. Cincuenta noches a solas eran suficientes para demostrarlo. Se trataba, más bien, de esa larga secuencia de puntos que nada tenían que hacer allí, amarrados a sus ideas, a su sustento, a su impostergable necesidad de nutrirse. Puntos que no le servían de guía (en realidad amenazaban con extraviarlo) ni de soporte, ni siquiera de consuelo. Puntos que, sencillamente, no tenían por qué estar en su cabeza, obligándolo a pensar.

Llegado a su casa volvió a toparse con el Cristo encima de la mesa. Lo tomó, convencido de que el mantel no era sitio para mártires. Él mismo podía considerarse un mártir, ¿o ellas? (no le agradaba ese papel). Estar solo implicaba cobardía, aunque no podía negarse que era un estilo de vida (el tercero de los suyos). «Un mártir al final termina solo». Y se asustó con la palabra final. Deseó haberse equivocado. El final no podía estar ahí, debía hallarse a mitad de camino. Lo esencial era seguirse moviendo. «Posiblemente eso sea la vida». Y acomodó a Cristo, con los pies hacia abajo, en la pared de la sala.

A causa de la caminata o del sexo malogrado o de tanto análisis, lo castigó una sed horrible. «Otro truco de la Providencia», y miró al crucificado. «Al carajo la mierda de los puntos», y el alcohol se le colaba por la nariz. «Sin titubeos», y adoró el color amarillo de las naranjas. «Es mi vida».

Con pasos absolutamente seguros (consciente del peligro que corría) caminó hasta el refrigerador. Lo abrió. Abajo, en la última gaveta, escondida por naranjas, sobrevivía una línea de alcohol. Se estremeció, probablemente debido al frío que emanaba del equipo. No quería pensar, pero lo hizo. «Es mi vida. Es mi vida… mi vida… mi vida». Y no cabían vacilaciones. No obstante, «juro que hoy nada más», en el momento de escoger, optó por otro vaso de agua.

El nieto del lobo

Cuento perteneciente al libro:

El nieto del lobo