No revelaré su nombre, por supuesto. Aunque, sin duda, él encontrará estas líneas y se reconocerá como obvia referencia. Es periodista salido de la última hornada. Pero no por vocación comunicacional, ni siquiera por línea academicista. Sí, en ese orden lo anuncio porque considero más importante la necesidad de expresarnos por voluntad que la obligación de hacerlo porque un título universitario así lo amerita. Es periodista por sobrevivencia. Me explico a continuación.
Lo conocí en calidad de escritor de ficciones. Y una calidad prometedora. De esas promesas que, sabemos, se van a cumplir más temprano que tarde, no de las otras, que salen de la boca de funcionarios para satisfacer la premisa de un discurso de ocasión, cuando se dedica un espacio a un novel aspirante a escribidor —diría Vargas Llosa— o un crítico que satisface las vanidades de un amigo, del hijo de un amigo, quizás de la amante en ciernes, ya sabemos cómo es la cuestión. Que si algo emula a la corrupción política, es la descomposición de la farándula.
Ahora bien, este joven ha comenzado a hacer sus pininos en los medios de comunicación informativos y, al enterarme yo de la primicia, le doy la bienvenida como corresponde en estos tiempos. O sea, un mensaje en redes sociales y una invitación a un trago.
Cuál no sería mi sorpresa al recibir una respuesta en privado donde me confiesa, más avergonzado que angustiado, la razón de su imprevisto derrotero. “Tampoco es para celebrar”, me escribe, luego de otras muchas líneas que buscan sustentar sus motivos, “pero publicando poemas y cuentos me moriré de hambre”. Luego advierte que ya es responsable de una familia y se ha visto en la urgencia de trocar sus sueños por un plato de comida.
El contexto es harto conocido y sucede en todos los ámbitos profesionales. La peor pandemia de nuestro tiempo, no es el calentamiento global ni el peligro de una guerra nuclear, es el condicionamiento forzado de nuestra vida para asumir una existencia que nos es adversa, en pro de un medio que termina convirtiéndose en un fin: capital.
En teoría, el dinero se ha utilizado siempre como instrumento común para alcanzar el precio de un bien determinado. Huelga decir que el valor del dinero no radica en el billete que lo representa. Así fuera un lingote de oro, el axioma no cambia. No podemos tragarnos un pedazo de metal. ¡Ah!, pero sabemos que con ese billete podemos alcanzar un fin que sí nos satisface. Un bocado exquisito para nuestro paladar, por ejemplo. La pregunta, entonces, es ¿cuánto valen nuestros sueños?
Miremos alrededor y, si realmente somos valientes, observémonos a nosotros mismos. ¿Por qué vamos a trabajar? ¿Nos gusta lo que hacemos o lo hacemos por algo que nos gusta? ¿Cuántos tragos amargos soportamos a diario para asir esa meta unipersonal que, en el caso de este joven periodista improvisado, se trataba de publicar libros y vivir de los mismos?
Entiendo su posición. Su mejor pieza de cambio es concatenar palabras. Pero ya aprendió —a las malas, que es como mejor se aprende— que una cosa es crear historias y otra, muy diferentes, publicarlas. Por no decir, venderlas. Intentó encontrar un espacio en centros docentes para agenciarse una plaza de maestro, así fuera de medio tiempo, y no lo logró. Muy joven, le dijeron. Probó suerte con las instituciones culturales. Una beca, tal vez… un premio… un taller… cualquier subterfugio para el que se sentía capacitado y que le aportara lo mínimo indispensable con que llenar los estómagos en su casa. Nada. Las becas, los talleres y no es descabellado que hasta los premios, ya tenían nombre y apellidos aun antes de que fueran convocados. Practicó entonces otros oficios que poco o nada le valían a la literatura. Algo de dinero le rindieron, pero le robaban energías y horas valiosas para sentarse a escribir. “Cuando sales de una fábrica, en la madrugada”, comparte, “en lo último que piensas es en ensayar versos”.
El periodismo lo cobijó, en efecto, pero no por solidaridad. Ni siquiera por misericordia. Por conveniencia. Se trata de un oficio peligroso y mal pagado en México. Los reporteros llegan y se van constantemente. En especial, los jóvenes. Algunos renuncian, a otros los desaparecen. Los editores tampoco aguantan mucho. Tienen que detectar fallas y corregir estilos en decenas de notas y, a veces, basta un error para que los echen. Si acaso, perduran aquellos que se mueven, reptan más bien, cerca de los propietarios de los medios de comunicación. Curiosamente, esos suelen ser los que menos conocen de periodismo.
Sin embargo, así funciona el mundo por estas latitudes. Estamos hoy donde no queremos con la endeble esperanza de no hallarnos ahí, otra vez, mañana. Y ese mañana, al descubrir que no nos hemos movido ni un ápice, juramos y perjuramos que no nos ocurrirá la mañana siguiente… ni la otra… ni la próxima.
Mi amigo desconoce todavía cuál será su final. De mostrárselo se encargará la magra existencia que ha elegido. Por eso le respondí con un escueto “buena suerte”, a sabiendas de que ni siquiera la mejor suerte, en esta ocasión, será capaz de salvarlo.

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Publicado en Espacio 4
La historia que cuentas, London, la he vivido en carne propia, pero sobre todo, la he conocido un montón de veces; he visto a jóvenes desfilar por las salas de redacción en busca de sustento, ya no digamos de realizar su gran sueño de ser periodistas. Muchos jóvenes llegan a un periódico, pobremente preparados, con mala ortografía y sin haber leído un stock mínimo de buenos libros relacionados con este oficio. Alguna vez, conversando con uno de ellos, que por cierto no dejaba de repetirme que él era «comunicólogo», palabra que repetía casi deletreando como queriéndome enseñar cómo se pronunciaba y con la intención de que yo no lo olvidara, le pregunté dos o tres cosas simples sobre redacción y ortografía y me dijo que él no necesitaba saber eso, que él se «inspiraba», que no necesitaba leer nada porque él ya «sabía todo». En fin, por no iniciar una riña con él, dejé de frecuentarlo. Luego de un tiempo supe que había dejado la profesión y se había refugiado en una universidad privada donde por cierto tuvo como alumna a una ingenua muchacha que ahora cubre una fuente local y cada vez que veo sus notas, no puedo evitar recordar a su «maestro»: su mala redacción y ortografía la «bebió» de aquel frustrado periodista y ahora la pasea por la redacción convencida de que ella realiza una gran labor, casi apostolar, y al igual que su tutor, no acepta críticas y cree que cuando se le dice que su texto está mal, es sólo por molestarla.
Pero volviendo a lo que tú comentas, este oficio, más cruel entre más vocación tengas, puesto que tu intención es ir por la calle y que todo el mundo te reconozca como periodista, y cuando buscas oportunidades te topas con la triste realidad de que ese puesto al que tú aspiras ya lo ocupa otro mejor que tú y con más experiencia, es bastante contradictorio. Yo he conocido a «periodistas» de edad madura que nunca aprendieron a escribir correctamente; a diario escriben sus notas y columnas con los mismos errores, pero totalmente convencidos de que están no sólo bien hechas, sino que son originales, cuando la realidad es que son los lugares comunes que nunca pudieron superar por su falta de conocimiento, y también me he topado con auténticos casos de eruditos del lenguaje que pareciera estudiaron un doctorado en lingüística en la mejor universidad y que no rebasan los 40 años.
Así de variopinto es este oficio. Disculpa tanta perorata… Saludos.
Agradezco profundamente tu comentario, Joaquín. Y sí, desafortunadamente, en este oficio de periodista no son todos lo que están ni están todos los que deberían. Es una regla que se aplica a muchísimas profesiones, la verdad, pero en el caso del periodismo se recrudece este entuerto cuando sabemos que, al final del mes, en lugar de un salario puedes recibir una bala en la cabeza. Cabe entonces la siguiente pregunta: ¿vale la pena dar entrada a la mediocridad o aceptar a quienes no tienen madera para ello, con tal de cubrir una plaza, cuando la propia vida puede estar en juego?
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